La Santa Iglesia Católica contempla a María de Nazaret como la precursora de la salvación prometida, de tal manera que su compañía suministra una introducción privilegiada al ministerio del Hijo de Dios. La Virgen Madre es el miembro más noble nuestra Iglesia y es observada como la proyección anticipada del Reino, la portadora de la gracia salvadora de la Pascua, de tal forma comprendemos que, en el hecho de la Encarnación, Nuestra Señora se encuentra unida indisolublemente a Cristo. La Concepción Virginal de la Madre protege la divinidad del Mesías y la imagen de esta relación siempre nos acompaña y atrae, debido a su ternura y sacrificio, ambos dones reflejo de la misión del Mesías. Gracias a la presencia de la Madre del Salvador en nuestra Iglesia siempre tendremos sus brazos como soporte y guía en el Camino que nos conduce frente a su Hijo, Nuestro Señor.
Al iniciar este recorrido por el misterio de la Maternidad divina, primero hay que dar un paso atrás, este paso es metodológico, en que debemos recurrir a una figura de interpretación veterotestamentaria para así poder hablar de la manera correcta de Ella en el Antiguo Testamento. Los sentidos de las Sagradas Escrituras son dos el literal y el pleno, el literal es aquel que ha querido presentar en una primera instancia la hagiografía, y el sentido pleno es el más profundo, el querido por Dios, pero no claramente expresado por el autor humano. En mundo cristiano entendemos que, desde la primera hora, Jesucristo ha sido el culmen del sentido pleno de la Escritura.
De modo que, sí es posible hablar de María en el Antiguo Testamento, ya que esta excelsa Mujer ha sido anunciada desde la caída del género humana. En conjunto las Sagrados Escrituras y la Tradición de la Iglesia han comunicado con claridad exponencial según la evolución de la economía de la Revelación, la función de la Madre del Salvador. La interpretación ulterior y plena de pasajes claves evidencian de forma clara, la figura de una Mujer que será la precursora de la Luz del Mundo. Sabemos que los textos veterotestamentarios no conocen a la Santísima Virgen, pero nos anuncian la unión maternal, o sea que será una Mujer embarazada, por lo que se nos permite hablar de Ella.
En el libro del Génesis se hace referencia a María como la representante del género humano que va a enfrentarse a la herencia del mal hecho por los Padres de la humanidad (Génesis 3,15). Los católicos reconocemos a esta prestigiosa Mujer, que va a ser una vía para que el pecado original deje de oprimir nuestra humanidad inacabada, Él que ha de nacer bajo el linaje de la Mujer será el que se encargue de aplastar la obra del mal. Nuestra Señora la Santísima Virgen porta en su vientre la Palabra de Salvación, de donde la humanidad encontrará la Buena Nueva de la filiación con Dios y la Maternidad divina será el adelante la óptica de valoración de María de Nazaret en la Biblia.
Bajo el sentido pleno de la Escritura encontramos la figura de la Virgen Madre, en el contexto inmediato de la maldición de la serpiente (Gen 3, 14-15), en donde se nos anuncia una esperanza futura de salvación. Este texto fue traducido por San Jerónimo de modo que el pronombre de origen hebreo fue interpretado por Ella, facilitando la traducción Mariana (Ipsa), no obstante, de acuerdo con la tradición griega tomada del texto hebreo, el pronombre está en su versión masculina, o sea que, en la acción de pisar la cabeza de la serpiente, el sujeto es masculino, de acuerdo con la versión griega de los LXX, por lo tanto, es el linaje victorioso de la Mujer el que pisara la cabeza de la serpiente. Al utilizar “Él” (autos) al nombrar al que ejecutara la acción, refiere a una persona concreta en relación con el linaje de la Mujer (Espermatos), en las últimas décadas este error ha sido corregido, con el ordenamiento de la Biblia Neovulgata por parte del Papa Juan Pablo II.
Mas adelante en el Antiguo Testamento, la Concepción Virginal nos viene dictada por el profeta Isaías, que nos aclaraba que el “Dios con nosotros” vendría al nuestro mundo a través de una Madre Virgen (“doncella” Is 7, 14). Por obra del Espíritu Santo y la excelencia del actuar de Dios la virginidad de la Madre será perpetuada como signo de la obra divina del parto místico y sobrenatural. El Emmanuel del que nos habla Isaías, sin lugar a duda es nuestro Señor Jesucristo, el Dios hecho hombre, el cual será entregado al mundo por medio de la Elegida que tendrá la tarea de llevarlo en su vientre, para que sea primicia de la salvación de los hombres.
Pasando al Nuevo Testamento la Madre Dios es la introductora del plan de Dios, modelo de discipulado y obediencia. Encontramos en el relato de la Anunciación, según el evangelio de Lucas, que el mensajero divino se presenta a la Virgen con respeto máximo, alabándola y demostrándole pleitesía, inicialmente la regocija (Chaire), seguidamente le ofrece las palabras que Dios mismo dicto, “llena de gracia” (kecharitomene), concluyendo este preámbulo glorioso dedicado a la Madre de Dios, con la expresión reservada para los profetas de Antiguo “El Señor está contigo”, asegurando de esta manera que cualquier paso de esta doncella dé será acompañada por la presencia de Dios (Lc 1, 28). San Pedro Crisólogo a inicios del siglo V en uno de sus sermones explica “la gracia de cada uno es dada sólo en parte, se le ha dado a María en toda su plenitud” (Serm 143 De Annunt)[1]. El “llena de gracia” es referido a Ella en su ser, un matiz personal, gracias al cual, Ella la Elegida desde la eternidad, es imagen de la humanidad nueva que prepara su seno para la Encarnación del Hijo de Dios, todo en Ella está en relación con el Hijo.
María “llena de gracia”, en el contexto evangélico en el que confluyen revelaciones y promesas antiguas, es una bendición singular, el misterio de Cristo-María está presente ya “antes de la creación del mundo” como la Elegida, confiándola eternamente al Espíritu de santidad. María está unida a Cristo de un modo totalmente especial y excepcional, e igualmente es amada en este “Amado” eternamente, en este Hijo consubstancial al Padre en el que se concentra toda la gloria de la gracia. A la vez, Ella está y sigue abierta perfectamente a este “don de lo alto” (St 1, 17), como enseña el Concilio (Vaticano II), María “sobresale entre los humildes y pobres del Señor que de Él esperan con confianza la salvación” (LG 55)[2], para que cumpla la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios tomara de Ella su naturaleza humana para que el hombre sea liberado del pecado.
En la Anunciación, seguidamente de la entrada del Ángel, María “se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo» (Lc 1, 29), pero había tanta grandeza en esta Elegida, que no respondió soberbiamente a aquel mensajero, sino que con corazón humilde escuchó y tomando aquella tarea prometida, acepto la Palabra que le fue ofrecida, representando de esta manera por medio de su “sí”, el sí de la humanidad. María valientemente se enfrentó a su mundo inmediato, no sin antes recibir el nombre del Niño, impuesto por su Padre que le hizo llamar “Jesus” denotando su misión (Yahveh salva). Posteriormente la Virgen María visita a Isabel la madre de Juan el bautista, a modo de continuación y enlace a las bendiciones anunciadas, Isabel bajo inspiración del Espíritu Santo predica a la Madre de Dios “Bendita Tú y bendito el Fruto de tu vientre» (Lc 1, 42), siendo esta proclamación, el reflejo de las voces que resonaban en las primeras comunidades cristianas, proclamando la majestuosidad y santidad de la Virgen Madre.
Al recurrir a las primeras interpretaciones de la Sagradas Escrituras San Pablo es el referente, ya que sus cartas son de los escritos cristianos más antiguos. En la epístola dirigida a los Gálatas datada entre los años 54-57 d.C., específicamente en el pasaje del capitula 4, de los versículos del 4 al 6, desde el punto de vista Mariológico nos entrega la palabra “de” mujer, esta es de suma importancia, debido a que, en el griego y en los idiomas clásicos, ese “de” es causal, o sea que indica una causa, en este caso la del nacimiento, nos muestra que realmente es “de una Mujer” de la que el Hijo de Dios nació. Gracias a este texto podemos decir que, para San Pablo, María es la Madre del Hijo de Dios, la Virgen está con relación a Dios, su privilegio es ser la Madre de Dios, no se puede desvincular a la Virgen con el hecho de ser Madre de su Hijo. La vocación que sigue a esta maternidad es la del cuido y la crianza del Hijo de Dios hecho carne, se nos presenta una vocación de la Maternidad y tiene que ser absoluta para el Hijo.
En el evangelio de Marcos se nos presenta que el Hijo de María es el Hijo de Dios, en la introducción del evangelio encontramos este versículo “comienzo del Evangelio de Jesucristo el Hijo de Dios (Mc 1, 1), enfatizando la divinidad de Jesus. Posteriormente en uno de los pasajes más comentados y controversiales (Mc 3, 31-35) encontramos la palabra “Madre”, este evangelio no tiene relatos de la infancia del Mesías, se enfoca en relatar su divinidad e indicar que tiene una Madre, lo que nos introduce en la relación que desea el hagiógrafo. Este texto es observado por algunos por las relaciones citadas de “hermanos y hermanos de Jesus”, pero después de muchas especulaciones y explicaciones filológicas y exegéticas, debemos rescatar la relación creada por el enlace “Madre”, de la cual el Señor tomo cuerpo para el sacrificio, Él tuvo una Madre humana, este es el foco de atención del evangelista, y recurriendo al sentido pleno de la Escritura, este pasaje nos aclara que esta Madre, es la del Mesías.
Por su parte san Juan en su evangelio nos ilustra la labor suprema de la Virgen a través del relato de la boda celebrada en Caná de Galilea, en donde nos encontramos con la presencia activa de la Santísima Virgen como coadyuvante del inicio del Reino. La primera intervención de María en la Obra del Hijo, como signo anticipación a la hora de Jesus “Todavía no ha llegado mi hora” le dice el Mesías a su Madre, esta hora es su paso de este mundo al Padre. La Virgen Santa intercede por los hombres ante el Hijo y nos invita al igual que en aquel día a hacer lo que Él nos diga, la Madre de Dios interviene en la renovación del pacto antiguo que ya no da felicidad al Pueblo de Dios, la Venida de Nuestro Señor Jesucristo es celebrada en la boda de Caná, que nos deja el diseño de este Nuevo Pacto, se sirve vino nuevo hecho con el agua que estaba reservada para las purificaciones, o sea que la Antigua Alianza ha sido justificada. En este Nuevo Pacto la mediadora es la Virgen María promoviendo ante su Hijo la necesidad del inicio de la proclamación del Reino. La Madre nos invita a hacer lo que Ella hizo, seguir el Camino y de esta forma seremos profundamente satisfechos, ya que no quedaremos defraudados, si agudizamos nuestra escucha, y logramos seguir al Señor (Jn 2, 1-11).
Volcándonos a la época de los Padres de la Iglesia y las primeras controversias cristológicas nos encontramos con el surgimiento de las posturas monofisitas impulsadas por Nestorio el Patriarca de Constantinopla en el siglo IV, en donde el término Theotokos “Madre de Dios” que ya se usaba con frecuencia tanto en Oriente como en Occidente, se puso en duda, por lo que en el Concilio de Éfeso celebrado en el año 431, de valor sobre todo cristológico, se defienden las dos naturalezas en Jesucristo, la divina y la humana, para precisar la doctrina auténtica de la Iglesia expresada ya en el Concilio de Nicea del año 325. En profunda conexión con el valor de aquellas definiciones dogmáticas estaba también la verdad que se refiere a la Santísima Virgen, llamada a la única e irrepetible dignidad de “Madre de Dios”, como aparece con toda evidencia principalmente en las cartas de San Cirilo a Nestorio y en la espléndida Formula de Unión. Tratándose estas declaraciones de un verdadero himno elevado por aquellos antiguos Padres a la Encarnación del Hijo Unigénito de Dios, en la plena verdad de las dos naturalezas en una única Persona, obra de la salvación realizada en el mundo por el Espíritu Santo. De esta forma no se podía seguir obviando el honor que ostenta la Madre de Dios, primera cooperadora del poder del Altísimo, que la ha cubierto con su sombra en el momento del anuncio de la luminosa venida del Espíritu (Lc 1, 35), así lo entendieron en Éfeso quienes celebraron este evento en la Catedral de la “Madre de Dios”, para aclamar con júbilo con ese título a la Virgen María[3]. Los santos Padres no tuvieron inconveniente en llamar “Madre de Dios” a la santa Virgen, no ciertamente porque la naturaleza del Verbo o su divinidad hubiera tenido origen de la santa Virgen, sino que, porque nació de Ella el Santo Cuerpo dotado de alma racional, a la cual el Verbo se unió sustancialmente, se dice que el Verbo nació según la carne[4].
Para la primavera del 433, la Fórmula de Unión entre Cirilo de Alejandría y los obispos de la Iglesia de Antioquia, nos relatan esta bella declaración: Queremos hablar brevemente sobre cómo sentimos y decimos acerca de la Virgen madre de Dios y acerca de cómo el Hijo de Dios se hizo hombre necesariamente, y no por modo de aditamento, sino en la forma de plenitud tal como desde antiguo lo hemos recibido, tanto de las divinas Escrituras como de la Tradición de los santos Padres, sin añadir nada en absoluto a la fe expuesta por los santos Padres en Nicea. Confesamos, consiguientemente, a nuestro Señor Jesucristo Hijo de Dios unigénito, Dios y Hombre perfectos, de alma racional y cuerpo, antes de los siglos engendrado del Padre según la divinidad, y Él mismo en los últimos dias, por nosotros y por nuestra salvación nacido de la María Virgen según la humanidad, el mismo consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad y consustancial con nosotros según la humanidad. Porque se hizo la unión de dos naturalezas, por lo cual confesamos a un solo Señor y a un solo Cristo. Según la inteligencia de esta inconfundible unión, confesamos a la santa Virgen por “Madre de Dios”, por haberse encarnado y hecho hombre el Verbo de Dios y por haber unido consigo, desde la misma concepción, el Templo que de Ella tomó[5].
Y con una autoridad especial, san Atanasio de Alejandría, de ilustre memoria, ya a mediados del siglo IV compuso para nosotros su libro sobre la Santísima y consustancial Trinidad, en su tercer discurso, llama a la santa Virgen “Madre de Dios” desde el principio hasta el fin, en el numeral 29 nos proclama: por tanto, éste es el sentido y el carácter de la Escritura, como hemos dicho muchas veces: el doble anuncio que en ella se hace acerca del Salvador. De una parte, que el Hijo es Dios, y lo ha sido siempre, al ser Logos, resplandor y Sabiduría del Padre; y, de otra parte, que, al haber tomado después carne por nosotros de la Virgen María, Madre de Dios, ha llegado a ser hombre. Y es posible encontrar referencias a esto a lo largo de toda la Escritura, que ha sido inspirada por Dios como ha dicho el Señor mismo: Escrutad las Escrituras, pues ellas son las que dan testimonio de Mi (Jn 5, 39)[6]. Explicación perfecta para subrayar la importancia del continuo desarrollo en que los cristianos debemos avocarnos para extraer de las Sagradas Escrituras todas aquellas verdades que están enceradas o encapsuladas en los pasajes bíblicos, todo esto por el bien de la Salvación de la humanidad.
Ser la Madre de Dios es el atributo más sublime, de todos los portados por la Virgen María, es muy verdad este axioma del filósofo, que nos explica cada cosa es lo mejor y más perfecto que hay en ella. De ahí proviene que, aunque un rey sea al mismo tiempo duque, marqués o conde, le llamamos simplemente el rey, porque siendo esta cualidad superior a las otras, las contiene todas en perfección y cubre el resplandor de ellas. Así sucede en la Madre de Dios, a la cual desde que le damos este nombre, que es su título supereminente, hay que convenir en que los demás no solo deben de rendirle homenaje, sino que dependen de él, cómo la luz del sol[7].
Distíngase bien, además, entre semejanza e igualdad, se trata aquí de simple semejanza, participada como por extensión, y no de igualdad. Esta semejanza está fundada, como indica la enunciación del principio, en la íntima relación que liga a la Virgen con la Humanidad santa de Cristo, verdadera obra maestra de Dios. Se trata, en una analogía, dicho sea, que es la forma en la que podemos hablar de Dios y sus misterios, o sea, de semejanza en parte si y en parte no. Por atribución, en cuanto que una misma cosa, significada por un mismo término, se dice de Cristo principalmente y de María santísima secundariamente y en orden de dependencia y de subordinación a Cristo. No se pretende en absoluto, en virtud de esta analogía, hacer de María un duplicado de Cristo, o sea repetir de Ella cuanto se dice de Él. Es necesario no perder nunca de vista la naturaleza de los dos analogados, Cristo y María, de modo que una misma cosa pueda decirse de ambos, pero de manera diversa, según su diversa condición. Así, la realeza de María no hace de la Virgen una especie de rey secundario, con todos los poderes reales, al lado del Rey principal, sino que la hace Madre y Esposa del Rey de reyes[8].
La singular misión para la que ha sido escogida (ab aeterno) por Dios (causa eficiente), es la Maternidad universal, y está expresada sintéticamente por León XIII en la Encíclica Supremi Apostolatus, donde escribe: “La Virgen Inmaculada, elegida para Madre de Dios y por eso mismo constituida su Compañera en la Redención del género humano, goza de tanta gracia y poder ante su Hijo, que ninguna criatura humana ni angélica ha conseguido ni podrá nunca conseguir una semejante”. Lo mismo nos enseña en la Encíclica Ubi primum, cuando nos presenta a María como “gran Madre de Dios, y, al mismo tiempo, asociada al Redentor del género humano”: “Magnam Dei Matrem eamdemque reparandi humani generis consortem”. Es como si dijese: Por eterna disposición divina, María ha sido elegida tanto a la dignidad de Madre de Dios, prerrequisito para la asociación, como para el oficio de Compañera del Redentor en la regeneración sobrenatural de la humanidad[9].
Posiblemente no haya más sobrenaturalidad demostrada, que el hecho de la elección de la Madre de Dios y debido a esto no tendría razón pensar que esta elección fue un azar como posiblemente, muy en el fondo lo interpretan todos aquellos que no reconocen la maternidad divina de nuestra santa Madre la Virgen María, como si este detalle tan medular e indispensable pudiera saltar a la vista de Aquel que es perfecto. Los que recibieron la Revelación a viva voz, tenían claro que María no era resultado de una simple coincidencia, sino que es la preparada de Dios para recibir en su seno a su Hijo. Los apóstoles, las primeras comunidades cristianas, los santos Padres de la Iglesia, y la Tradición tanto oral como escrita que los acompaña, siempre fueron sutiles y amorosos al tratar el título de “Madre de Dios”, pero a la vez fueron pacientes y le dieron espacio al trabajo del Espíritu Santo. En el momento oportuno, cuando la lectura de los acontecimientos y los retos que se iban presentando, no pudieron dejar pasar por alto, la necesidad de la declaración dogmática “Theotokos”, para así iluminar el Camino de la Iglesia de Cristo.
El Concilio Vaticano II representado por el Magisterio sigue con la obra encomendada desde el Antiguo, y nos motiva a continuar observando a la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Como lo hemos dicho en este ensayo en repetidas ideas, en efecto si es verdad que el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnada, por ende, es necesario aplicar este principio de modo muy particular a Aquella excepcional “Hija de las generaciones humanas”, a Aquella “mujer” extraordinaria que llegó a ser Madre de Cristo. Ya que sólo en el misterio de Cristo se esclarece plenamente la Maternidad divina, que se nos fue prometido en el Antiguo Testamento, prefigurado por la doncella, que va a ser la potadora la Salvación del Padre. En este profundizar tuvo particular importancia el Concilio de Éfeso (año 431) durante el cual, con gran gozo de los cristianos, confirmaron solemnemente la verdad sobre la Maternidad de la Mujer Elegida, como verdad de fe de la Iglesia. María es la Madre de Dios, ya que por obra del Espíritu Santo concibió en su seno virginal y dio al mundo a Jesucristo, el Hijo de Dios consubstancial al Padre. “El Hijo de Dios… nacido de la Virgen María… se hizo verdaderamente uno de los nuestros”, se hizo hombre. Así pues, mediante el misterio de Cristo, en el horizonte de la fe de la Iglesia resplandece plenamente el misterio de su Madre y es para la Iglesia como un sello del dogma de la Encarnación, en la que el Verbo asume realmente en la unidad de su persona la naturaleza humana sin anularla[10], para que todo encontrara su respuesta en Cristo Jesús.
La Virgen María es oyente con toda perfección, como lo intuyó san Agustín diciendo: “la bienaventurada Virgen María concibió creyendo al (Jesús) que dio a luz creyendo”[11], o sea que creyó la voz del Ángel tanto en su mente como en su seno, para Ella la palabra de Dios fue siempre plena, la Virgen fue Tierra fértil ante la orden. Asimismo en la Virgen María es orante, su humildad, fe y esperanza es reflejada en el Magníficat, las palabras de la madre del precursor (santa Isabel) se convierten en el lugar donde confluyen el antiguo y el nuevo Israel, como lo sugiere san Irineo al decir que: “en él cántico de María fluyó el regocijo de Abraham que presentía el Mesías (Jn 8, 56)”[12] , de esta forma desde la primera generación de discípulos, María siempre fue el lugar predilecto de oración, los apóstoles perseveraron junto a Ella y asunta al cielo nunca abandonó su misión de intercesión y salvación.
La Santa Iglesia Católica sabe y enseña con san Pablo, que hay un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, y la misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye esta mediación única, más bien es el reflejo del poder de esta mediación en Cristo, por ende, hay que apoyarse en su Madre para comprender todo su poder, fomentando el influjo del Espíritu Santo. El Concilio Vaticano II presenta la verdad sobre la mediación de María como una participación de esta única fuente que es la mediación que es Cristo mismo: La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María, que la experimenta continuamente y la recomienda a la piedad de los fieles, para qué, apoyados en esta protección maternal se unan con mayor intimidad al Mediador y Salvador”. Maternidad de María, que es a la vez una entrega total, que constituye la fuente fundamental de aquella mediación que la Iglesia confiesa, ya que el Padre eterno, se entregó a la Virgen de Nazaret, dándole su propio Hijo en el misterio de la Encarnación. María no es solamente la madre-nodriza, sino también la compañera singularmente generosa del Mesías y Redentor, acompañándolo hasta su peregrinación a los pies de la cruz, y como tal cooperación es precisamente esa mediación subordinada a la mediación de Cristo[13].
En nuestros dias han proliferado las apariciones marianas, en las que la Iglesia se ve atraída por la voz de Nuestra magnifica Madre, a través de sus mensajes, en los cuales, se nos invita a acercarnos al Padre con total confianza, siempre llenos de esperanza en sus respuestas, y tomando como ejemplo de devoción a la Virgen María modelo de discipulado. Como fiel seguidor de las apariciones marianas de Lourdes a Bernadette Soubirous y a Catalina Labouré en París, ambas en Francia, celebradas a través de las advocaciones a la Virgen de Lourdes y la Virgen de la Medalla Milagrosa respectivamente, deseo replicar los mensajes que se encuentran sellados en estas manifestaciones, “Yo soy la Inmaculada Concepción” y «Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti», mensajes que resuenan en los corazones de todos creyentes cristianos católicos o no, que son respaldo a viva voz de la propia Madre de Dios, de todas aquellas luchas efectuadas por los primeros cristianos que, con gran celo nos quisieron heredar la verdadera fe en Cristo Jesus, dándole el mérito respectivo a su Madre salvaguardando así la divinidad de Hijo de Dios.
Bibliografía
Carta encíclica “Redemptoris Mater” sobre la bienaventurada Virgen María en la vida de la Iglesia peregrina, del Sumo Pontífice Juan Pablo II, 25 de marzo 1987, Roma.
Carta Apostólica A Concilio Constantinopolitano I del Sumo Pontífice Juan Pablo II, Roma 25 de marzo 1981.
Iglesia Católica Diócesis de El Alto. Constitución Dogmática Sobre La Iglesia: Lumen Gentium, Vaticano II. Un Nuevo Pentecostés. Roma, 21 de noviembre 1964.
Discursos contra los Arianos, Atanasio de Alejandría, 2010, Editorial Ciudad Nueva, Madrid.
Pablo VI (1974), Exhortación Apostólica Marialis Cultus, de su para la recta ordenación y desarrollo del culto a la santísima Virgen María.
Roschini, Gabriel. La madre de Dios, Volumen I. Editado por Eduardo Espert. Madrid: APSA, 1958.
Villaseñor y Acuña, Juan, ed. La Triple Corona, en francés por P. Francisco Poire. Madrid: Impresores y libreros del Reino. 1854.